“No hay quien pueda concentrar su atención en el mal,

ni siquiera en la idea del mal, y no resultar afectado.

Estar más contra el mal que a favor de Dios

es excesivamente peligroso.

Todo cruzado puede llegar a volverse loco.

Lo persigue la maldad que él atribuye a sus enemigos;

ésta se convierte de alguna manera en parte de sí mismo”.

 

Aldous Huxley, “Los demonios de Loudoun”

 

Odiar al pecado, y amar al pecador: uno de los consejos más difíciles de asir, comprender y practicar en el camino de la fe. Estamos hablando, por supuesto, de San Agustín. Debe ser quizás por haber sido en su vida uno de los más finos y despiadados pecadores que tiene la historia sagrada, lo lleva a concentrarse en amar al pecador y dejar pasar su pecado, por muy grosero e imperdonable que éste fuera. Recordemos que con su vida licenciosa y relajada hizo sufrir y llorar lágrimas de sangre a su madre, quien también sería santa a propósito de ayudarle a salir del fango, santa Mónica, quien recibió un consejo no menos inspirador a propósito de su hijo de labios de su consejero el obispo Ambrosio de Milán: “Quédese tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Ella representa la imagen eterna de tantas y tantas madres que oran por sus hijos descarriados, la que los defienden aún sabiendo que son rematadamente culpables. Esa imagen fáctica y eterna de una única luz encendida en la oscura noche esperando al hijo que vuelva de su juerga. No por nada, San Agustín le da una gran importancia a su madre en sus ya conocidas “Confesiones”, que redactó, en gran medida en agradecimiento a ella y a Dios por haberle dado la oportunidad de permitirle sacar la naríz del lodazal. La historia la ensalza pues ya había hecho lo mismo por su no menos pagano y energúmeno esposo Patricius.

No siempre ocurre así. Voy a intentar decirlo correctamente: casi siempre no ocurre así. El mal deja huella imborrable en el pecador, tanto así que éste termina persiguiendo a otros, culpando a otros, destruyendo a otros, al querer limpiarse, o borrar ésta herida que la pezuña del demonio le asestó en su carne. El pecador, como a todos alguna vez nos ha ocurrido, termina viendo al demonio y sus trucos, en sus semejantes, y no descansa hasta verlos destruidos y muertos, en el deseo feroz de querer verlo muerto y destruido a él. Éste es precisamente la jugada maestra del demonio: habernos enseñado a odiar. ¿Pero cómo parte todo se preguntan muchos?. Es a éste inicio al que se denomina “Mysterium Iniquitatis”, y como la expresión lo aclara es un misterio. El misterio de la maldad humana. La expresión precisa para denominar a éste veneno que se licua en las venas, lo encontré en ciertos viejos libros que tuve el privilegio de estudiar, de aquellos que no es recomendable hojear: “el castillo del irás y no volverás”. ¿Recuerda al capitán Ahab amarrado a Moby Dick, apuñalándola una y otra vez, gritándole desencajado con ojos inyectados de ira y rencor: ¡Te odio, te odio, te odio!?. Herman Melville, el autor, describe entonces al final de aquella clásica novela: y así se hundieron ambos, hasta que de ellos no quedó nada.

La historia mágica tiene tres o cuatro casos en los cuales el demonio se disfraza, perdón, quise decir se mimetiza en muchas personas a la vez, creando una atmósfera pesada y demencial, donde el río se sale de su cauce normal. A ése momento se le denomina “caza de brujas”: “¡¡¡tú fuiste!!!, ¡¡¡no, fuiste tú!!!; ¡¡¡yo la ví a ella!!!; ¡¡¡no y no, yo te ví a ti!!!” y así hasta el hartazgo. Por espacio de tiempo seré muy breve: el impasse Gaufriddi, 1610, y su telenovela venezolana entre Louise y madeleine, dos consagradas ebrias de celos aburrimiento y desesperación, disputándose quién era la favorita del sacerdote.

Las posesas de Loudoun, Urban Grandier, 1632-1634, como Jules michelet resume: “siempre el sacerdote libertino, siempre el fraile celoso, siempre la monja energúmena por cuya boca se hace hablar al diablo, y siempre el sacerdote quemado al fin”.

Las posesas de Louviers, Madeleine Bavent, 1633-1647, embriagadas con belladonna y otros brebajes mágicos, haciéndolas creer que asistían a los aquelarres para ser desposadas con Satán, para en ésos precisos instantes de delirio, poseerlas brutalmente.

Y bueno, finalmente, las conocidas “brujas de Salem”, Massachussets, 1692, que el dramaturgo Arthur Miller utilizó como plantilla para escribir su obra de teatro “The crucible”, El Crisol. John Proctor debe atravesar el fuego del martirio público y preferir morir antes que traicionar su conciencia de ser verdaderamente inocente, para de ésa forma ser purificado de la acusación que se le imputa. De ahí crisol, ése extraño instrumento que es utilizado para hacer ciertas operaciones con metales a altísimas temperaturas. Pero bueno, eso es tema de otro comentario.

 San Agustín de Hipona: 354-430 d.C. : Santo y doctor de la Iglesia Católica.